“MÉXICO Y ECUADOR, DOS LUCHAS PARALELAS EN DEFENSA DE LA SOBERANIA NACIONAL ”
Es sabido que los países hispanoamericanos
venimos de una historia común, que comenzó en la época de las culturas
precolombinas, se desarrolló en los tres siglos de presencia española y
continuó en la etapa de la independencia, cuando la libertad americana fue la
bandera común por la que combatieron nuestros próceres.
Esos vínculos de identidad, que hacen de
Nuestra América una gran nación subdividida en numerosos Estados, nos obligan a
asumir y celebrar como propios los grandes fastos nacionales de cada uno de
nuestros países.
Infelizmente, los pueblos
hispanoamericanos hemos ido olvidando la herencia común, descuidando los signos
de identidad que nos vinculan y asumiendo una visión estrecha del ser nacional,
que limita nuestro horizonte de futuro y oscurece la perspectiva de la Patria Grande , esa que soñaron
en su destierro los jesuitas americanos del extrañamiento, esa por la que
abogaron, en diversos foros, hombres como Nariño y Espejo, Mejía y Olmedo, Fray
Servando Teresa de Mier y el Padre Juan Pablo Vizcardo y Guzmán. Patria común
que fue la misma por la que lucharon Hidalgo y Morelos, Bolívar y San Martín,
Sucre y Lamar, O`Higgins y Rocafuerte. Patria mayor que finalmente fuera
bautizada por Martí con el significativo nombre de “Nuestra América”.
Empero, hay ocasiones que nos convocan a
rememorar los grandes hechos comunes y a reflexionar sobre nuestra propia
historia, Una de ellas es este luminoso bicentenario del nacimiento de Benito
Juárez, el hombre que con su lucha contribuyó a frenar la ola neocolonialista
europea que había empezado a volcarse sobre Nuestra América y que amenazaba con
liquidar nuestra independencia nacional.
En aquel momento, a mediados del siglo
XIX, nuestros Estados nacionales aún estaban esforzándose por delimitar sus
perfiles físicos. Políticos y culturales, porque, dicha sea la verdad, esos
perfiles nacionales aún se encontraban inacabados e indefinidos, precisamente
porque nuestras sociedades todavía se hallaban en el duro tránsito entre la
colonia y la república. Como parte de esa circunstancia histórica, al interior
de nuestros países todavía existían unos sorprendentes “espacios de
indefinición política” y unos de los principales era el referido al sistema de
gobierno.
Aunque todos los países
hispanoamericanos se habían inclinado por el sistema republicano, todavía
existían al interior de Nuestra América fuerzas sociales que desconfiaban de su
propio país, oligarquías que añoraban la dominación extranjera y preferían la
instauración de un nuevo colonialismo antes que permitir una democratización de
la vida social y una disminución de sus privilegios. Esas fuerzas se expresaban
políticamente por medios de los nacientes partidos conservadores que, en
algunos países, abanderizaron abiertamente la causa de la restauración monárquica.
En Perú, según los estudios de Raúl
Porras Barrenechea, esa diputa acerca de “la forma de
gobierno más conveniente” comenzó ya en 1822,cuando
el cura Moreno y Bernardo de Monteagudo, ministro del Gobierno de San Martín,
sostuvieron que el modelo republicano no se ajustaba a las realidades del país.
Obviamente ello provocó la reacción de los algunos patriotas de avanzada, como
José Faustino Sánchez Carrión, que dio a luz un brillante alegato acusatorio
contra el sistema monárquico de gobierno.
También hubo nostálgicos del sistema
monárquico en la Gran Colombia ,
asunto que preocupó seriamente al
gobierno británico, puesto que en esos mismos días negociaba con el gobierno de
Bolívar el reconocimiento oficial a la independencia colombiana. Según afirmaba
la correspondencia oficial inglesa, “a oídos… del
Gobierno (británico) ha llegado la especie de que existen (en el área
grancolombiana) poderosos partidarios del sistema anterior”.
Por su parte, los conservadores
mesoamericanos impulsaron el Imperio Mexicano del general Iturbide y, tras
fracasar en este intento, convocaron décadas más tarde el entronizamiento de
Maximiliano de Habsburgo, en contubernio con el gobierno francés del emperador
Napoleón III, provocando con ello una
terrible guerra civil que estremeció a todo el continente y culminó con el
fusilamiento de Maximiliano y los jefes conservadores, tras ser derrotados por
las fuerzas del presidente Benito Juárez.
De similar proyección, aunque poco
difundido por la historia, fue el proyecto de restauración monárquica en el
área andina, que paradójica-mente fue concebido por dos antiguos jefes militares
de la independencia, convertidos luego en caudillos de la causa conservadora en
sus respectivos países. El cerebro gris de esa conspiración anti-nacional fue el
general Juan José Flores, jefe militar venezolano afincado en el Ecuador
(gracias a su matrimonio con doña Josefina Jijón y Vivanco, una de las más
ricas herederas terratenientes del país), y quien entonces ejercía la
presidencia de la República
del Ecuador. Y su socio de aventura fue el mariscal Andrés Santa Cruz, afamado
jefe militar peruano, que en 1822 lidera a las tropas peruanas que combatieron
en la batalla del Pichincha y que en ese momento se hallaba exiliado en el
Ecuador, tras el fracaso de su proyecto de Confederación Peruano-Boliviana,
desbaratado militarmente por Chile.
Todos los indicios demuestran que el
proyecto monárquico para el área andina nació en la mente del general Flores
luego del reconocimiento español a la independencia del Ecuador y la llegada a
Quito del primer Encargado de Negocios de España, Luis de potestad, a mediados
de 1842. La enipatía que surgió entre estos dos personajes, Flores y Potestad,
fue el punto de partida de una gran amistad personal y complicidad política,
que el audaz Flores utilizó para transmitir al gobierno de Madrid sus
ambiciosos planes político-militares.
Anotemos previamente que flores había
ascendido al mando del naciente Ecuador tras el oscuro asesinato del mariscal
Antonio José de Sucre, el libertador militar del Ecuador, el más impoluto y
progresista de los generales de Colombia y quien era visto por el pueblo como
su futuro gobernante. Y agreguemos que Flores, durante su mandato como Jefe
Superior del Distrito Sur de Colombia y luego durante su Presidencia del
Ecuador, se había ocupado en acumular una formidable fortuna personal por
medios ilícitos. Baste puntualizar que su famosa hacienda “La Elvira”, que iba
desde los páramos andinos hasta la llanura litoral, había sido formada mediante
el despojo de tierras a comunidades indígenas y otros propietarios privados.
Ese era, a grandes rasgos el personaje
que ahora buscaba el respaldo español para sus planes proditorios, que
incluían: una ampliación de su mandato a diez años, con posibilidad de ser
reelecto para otros diez años más, y una campaña militar “para pacificar el
Perú y agregarlo al Ecuador, para lo que contaba con Bolivia para formar una
potencia que tuviera la preponderancia en aquella parte de América” A fin de
llevar a cabo su proyecto, Flores manifestó a España que necesitaría apoyo
moral alguna fuerza marítima”,aunque fuese “de un par de
buques de guerra”, y que prefería que este apoyo se lo diese España antes que
Inglaterra o Francia, países que ya le haban ofrecido ayuda para sus empresas,
aunque siempre con el objetivo de lograr concesiones y beneficios del gobierno
del Ecuador, pero los planes de Flores no se limitaban a un proyecto
imperialista sobre el área andina, sino que tenían un claro componente
neocolonial, como quedó demostrado cuando manifestó a Potestad lo siguiente:
“Diga a su gobierno
que mi anhelo es que España recupere en este país todo su antiguo prestigio;
que puede disponer de mi para todo cuanto quiera; que mis desvelos se dirigen a
dar la paz a estos pueblos y que quisiera deber esta gloria a la cooperación de
España. Que en prueba de ello le propongo consulte y me manifieste por medio de
usted la forma de gobierno que le sería más grato ver establecida en este país:
Yo me comprometo a ello, así como a hacer una alianza con España…”
Finalmente, a fines de 1842, Flores
redondeó un pedido de apoyo al gobierno español para su plan geopolítico, a
partir de las siguientes propuestas:
Primera.- “Establecer
una, o dos monarquías, de las Repúblicas del Ecuador y del Perú, regidas por
Príncipes de la Familia Real
de España, y en su ausencia por una regencia”, que obviamente debía
presidir el mismo Flores.
La ejecución de este proyecto requería
de la previa suscrición de un tratado de alianza ofensiva y defensiva entre
España y el Ecuador, el que aseguraría a España la posesión de las islas Filipinas, el uso del astillero
de Guayaquil y el establecimiento de una estación marítima española en el
Pacífico –seguramente en las Islas Galápagos-para proteger al comercio español
y a los españoles en el área.
Al amparo de dicho tratado, el gobierno
español debía colocar en el Pacífico Sur una fragata y una Roberta de guerra,
para ayudar a la ocupación del Perú por las tropas ecuatorianas. Si las fuerzas
de su aliado, el mariscal Andrés Santa Cruz, iniciasen operaciones en Bolivia,
esas naves debían impedir una operación militar chilena en su contra, y una vez
establecido un nuevo gobierno en Bolivia, este país debía unirse
territorialmente al Perú.
Segunda.-
Si el gobierno español no desease apoyar este proyecto, se le proponía que al
menos protegiese la ocupación militar del Perú, pero ya no para montar una
monarquía sino para obligarle a ese país a pagar la deuda que mantenía con
España y a devolver bienes incautados a súbditos españoles.
Tercera.-
Si España no quisiese apoyar el proyecto de ocupación militar del Perú, se le
proponía estrechar lazos con el Ecuador mediante un tratado de alianza militar,
lo que le permitiría acceder a los recursos ecuatorianos y al uso del astillero
de Guayaquil para proteger a las Filipinas, a cambio de garantizar al Ecuador
el envío de una corbeta de guerra para defender el golfo de Guayaquil, cada vez
que fuera necesario.
Este proyecto neocolonialista se frustró
finalmente, tanto por el fracaso de la expedición militar emprendida por Santa
Cruz hacia Bolivia, en septiembre de 1843, como por el éxito que alcanzó en
Ecuador la revolución nacionalista del Seis de marzo de 1845, que lideraron los
liberales de Guayaquil, bajo el liderazgo del doctor José Joaquín Olmedo, el
libertador civil del Ecuador, revolución que puso fin a tres lustros de
desgobierno floreano.
Más ello no amilanó al audaz general
Flores, quien, hallándose privado de su satrapía y exiliado en Europa, encabezó
un nuevo intento de reconquista colonial del Ecuador y los países andinos,
contando con la activa complicidad de la regencia española. Para la ejecución
de ese nuevo plan, fueron comprados varios barcos en Inglaterra y empezó una
recluta de mercenarios españoles e irlandeses, que debía llegar hasta el número
de 4.000 hombres.
Ese plan fue descubierto en octubre de
1846 por un agente diplomático boliviano en Europa, el doctor José María
Linares, quien alertó a su gobierno sobre esos siniestros proyectos
neocolonialistas, que parecían enfilados contra Ecuador, Perú, Bolivia y la Nueva Granada , pero que, en
última instancia, amenazaban la independencia de todos los países
sudamericanos. La notable actividad del doctor Linares y de otros agentes
diplomáticos latinoamericanos acreditados en Europa, permitió descubrir toda la
trama del proyecto y seguir paso a paso las actividades filibusteros de Flores.
Y ello determinó una rápida acción de repuestas por parte de los gobiernos
sudamericanos, entre los cuales se destacó el Perú, que tomó medidas defensivas
urgentes, tales como la prohibición de entrada a su territorio de buques,
mercaderías y súbditos españoles, y el embargo de bienes y propiedades
españolas en el Perú.
Empero, lo más importante de todo fue la
ofensiva diplomática que inició la cancillería de Torre Tagle, mediante dos
circulares dirigidas a los gobiernos americanos el 9 de noviembre de 1846. La
primera les informaba de las maquinaciones floreano-españolas, denunciaba la
amenaza de agresión colonialista y los llamaba a constituir un frente común
para la defensa de la soberanía nacional. Y la segunda convocaba a todos los
países del continente a un Congreso Americano, destinado a definir políticas de
defensa común y medidas de auxilio mutuo en caso de agresión extranjera. De este
modo, la firme actitud nacionalista del Perú convocó la solidaridad continental para con el
amenazado Ecuador y contribuyó decisivamente a frustrar la expedición
filibustero del general Flores y la monarquía española.
Si bien esto demuestra los progresos que
iba logrando la solidaridad latinoamericana, no deja de revelar lo inacabadas
que todavía estaban, en nuestras sociedades, la identidad nacional y la
conciencia republicana, al punto que algunos de los mismos jefes militares de
la independencia andaban conspirando contra ella a los pocos años de haber sido
conquistada.
Una breve mirada al panorama de las
ideas políticas prevalecientes entonces en América Latina revela el carácter
indefinido o contradictorio que tenían las mismas ideas de “patria”, “nación” y
“nacionalidad” y el primer elemento que contribuía a esa indefinición era la
falta de unidad respecto de la idea previa de “soberanía”. Al respecto, los
conservadores latinoamericanos, siguiendo a sus obispos, que en su mayoría eran
europeos, y a los ultra conservadores papas de la época, seguían sosteniendo
que toda soberanía provenía del poder divino, por lo que criticaban
abiertamente las ideas de soberanía popular, que constituían la piedra angular
sobre la que se asentaba el sistema político de estas nuevas repúblicas.
Sirva como ejemplo de ese pensamiento
anti republicano la encíclica “Humanus”, emitida por el papa Pío IX a fines del
siglo XIX, en la que se excitaba a los prelados-en especial a los de la América Latina- a combatir los
principios liberales que sustentaban a las repúblicas del continente: soberanía
popular, gobierno electivo, igualdad de
derechos entre los ciudadanos etc., los cuales debían ser mostrados como un
producto perverso, un “veneno” que circula en las venas de la sociedad”.
En obediente acatamiento de ella, el Obispo
de Manabí, Pedro Schumacher, un antiguo oficial del ejército prusiano, redactó
un catecismo político destinado a ser usado por la Iglesia Católica ecuatoriana
como “texto de enseñanza moral para la
juventud de ambos sexos”.En esta obra, publicada en Quito por la imprenta
del Clero, en la penúltima década del siglo XIX, exponía el combativo obispo
que había redactado su obra “a fin de
señalar los errores que propaga el liberalismo asociado con la secta masónica,
y ofreciendo argumentos y razones para confundir y rechazarlos”. A
continuación enfilaba su ataque contra la Orden Masónica , diciendo:
“Se ha levantado
una secta atrevida y astuta que con el nombre de “liberal” pretende
negar y atacar la soberanía de Dios, y proclama la del hombre en su lugar…Dios,
como Legislador Supremo, es la norma de todas las leyes humanas. Contra ese
supremo dominio de Dios se alza la secta liberal y protesta, sosteniendo que la
ley no es otra cosa que la expresión solemne de la voluntad de los pueblos.
Según esta doctrina nueva, será ley lo que el hombre mande, sea esto conforme o
no con la voluntad de Dios.
No es extraño que los pretendidos “Derechos del hombre”, apoyados en tan
impío fundamento, hayan atribuido al hombre el derecho de manifestar y enseñar
de viva voz o por la imprenta, todos los errores y todas las impiedades, sin
tomar en cuenta la autoridad de Dios y de su Iglesia”.
De modo similar, en la Encíclica del papa León
XII sobre la Masonería ,
se acusaba a esta organización de ser la promotora de las perniciosas” ideas
políticas liberales y republicanas:
“Tratan los francmasones-decía la encíclica-… de destruir de raíz toda
la disciplina religiosa y social que ha nacido de las instituciones cristianas,
y de sustituirlas con otra nueva, adaptada sus ideas, y cuyos principios y leyes
fundamentales están sacadas del naturalismo…
(En cuanto a) los dogmas de la ciencia política, véase cuales son en
este punto las tesis de los naturalistas: los hombres son iguales en derechos;
todos y en todos conceptos, son de igual condición. Siendo todos libres por
naturaleza, ninguno de ellos tiene derecho de mandar a sus semejantes, y es
hacer violencia a los hombres querer someterlos a cualquiera autoridad, a menos
que tal autoridad no proceda de ellos
mismos. Todo poder está en el pueblo libre; los que ejercen el mando sólo le
tienen por mandato o concesión del pueblo, y esos de modo que si cambia la
voluntad popular, hay que despojar de su autoridad a los jefes del Estado, aun
a despecho de ellos…”
La sola lectura de estos
párrafos muestra un pensamiento papal anclado en el pasado monárquico y en la
teoría del poder de derecho divino, que se horrorizaba ante las ideas de
soberanía popular e igualdad jurídica entre las personas. Así, pues, no es de
extrañar que la Iglesia
ecuatoriana y latinoamericana, inspirada por tan oscurantistas posiciones,
resistiera durante todo el siglo XIX a las ideas básicas del sistema
republicano.
“GARCIANISMO” Y LUCHAS POR LA SOBERANIA NACIONAL
En el Ecuador, una nueva expresión de
esa resistencia clerical-conservadora al sistema democrático, consagrado por la República , fue el
régimen de Gabriel García Moreno, que se extendió entre 1860 y 1875, es decir,
casi paralelamente al desarrollo del régimen juarista en México, pero con signo
totalmente contrario a éste.
En el Ecuador, el primer medio siglo de
vida independiente había estado marcado por la pervivencia de la vieja
estructura social de la colonia, que no solo había se mantenido incólume, sino
que además se había fortalecido a la sombra del poder republicano. En ese
periodo, que los historiadores de hoy solemos calificar como “post-colonial”,
las haciendas habían crecido a costa de las tierras indígenas o los baldíos del
Estado y seguían existiendo lacras coloniales tales como la esclavitud de los
negros y servidumbres de los indios.
El
único intento por reformar esa estructura postcolonial lo hicieron dos
gobernantes liberales, surgidos de la Revolución de Seis de Marzo de 1845: los
generales José María Urbina y Francisco Robles. El primero, decretó la
supresión del tributo de indios. Y bastó ese intento de reforma para que todas
las oligarquías regionales se alzaran contra el gobierno central y se lanzaran
a una guerra civil que casi produjo la extinción del Ecuador. Finalmente, el país fue unificado bajo el liderazgo del
líder conservador Gabriel García Moreno, quien gobernó al país con mano de
hierro, por el lapso de quince años.
Sin duda, el Gran Tirano tuvo grandes
méritos de estadistas. Administró el país con sentido nacional y con una
inmaculada honradez, ejecutó grandes obras públicas y disciplinó a la milicia,
pero, a cambio suprimió las libertades públicas, persiguió con saña a todo
opositor y fusiló a sus enemigos sin fórmulas de juicio. Lo que es peor:
pensando de modo similar a los conservadores mexicanos, estuvo convencido de
que su país no se hallaba capacitado para la vida independiente y que requería
de la tutela colonialista de una potencia extranjera. De ahí sus famosas cartas
al ministro francés Trinité, pidiendo un protectorado galo para el Ecuador. Con
ellas, García Moreno reveló que lo inspiraba una vocación colonial similar a la
del general Juan José Flores, a quien él había recogido del ostracismo y
convertido en asesor político y General en Jefe del Ejército.
No debe extrañarnos, pues, que García
Moreno haya sido el único gobernante latinoamericano que apoyó las
intervenciones militares europeas contra América Latina. Así, primero apoyó la
invasión de México por Francia, España e Inglaterra, que buscaban cobrar por la
fuerza la deuda externa; luego apoyó por lo bajo el intento español de
reconquistar Perú y Chile, aunque finalmente dio marcha atrás en esto, y más
tarde apoyó la intervención francesa en México y la causa del emperador
Maximiliano de Habsburgo, derrotado finalmente por Juárez y los patriotas
mexicanos.
Obviamente, los ecuatorianos de
pensamiento libre se colocaron en la orilla opuesta a la del gobernante conservador.
Liderados por el gran líder republicano Pedro Carbo y el Concejo Municipal de
Guayaquil, resistieron sistemáticamente a esas acciones neocolonialistas de
García Moreno, proclamando por todos los medios sus defensas de la soberanía
republicana y sus apoyo a Juárez y a los patriotas mexicanos, así como su
respaldo a la lucha de Perú y Chile contra la agresión española. Es más, un
buen número de nacionalistas ecuatorianos, en su mayoría guayaquileños,
marcharon al Perú y combatieron contra la flota española, en la batalla del 2
de mayo de 1862, en la línea de defensa del puerto de El Callao, jugándose la
vida por la soberanía nacional hispanoamericana, del mismo modo que Juárez y
sus seguidores lo harían poco después en México, frente a las bayotenas de las
fuerzas intervencionistas francesas.
Enfrentados a ese horizonte de luchas
comunes y sueños compartidos, los liberales ecuatorianos vieron en la lucha de
Juárez y los liberales mexicanos un esfuerzo republicano similar al suyo propio
y un ejemplo moral y político a seguir. Así se entiende que Eloy Alfaro y los
demás líderes de la Revolución Liberal
ecuatoriana de 1895, hayan hecho suyo el programa de reformas ejecutado por
Juárez y los liberales mexicanos a partir de 1859, El eje central de esa reforma
fue la separación del Estado y la
Iglesia , y para lograrlo se dictaron leyes sobre matrimonio
civil y registro civil; se nacionalizaron los panteones y cementerios y se
decretó la nacionalización de los bienes eclesiásticos.
Mirada en perspectiva continental, la
lucha de Juárez no estuvo aislada, sino que formó parte de un movimiento mayor,
de alcance continental, enrumbado al afianzamiento de los Estados nacionales
surgidos de la independencia y al asentamiento definitivo del modelo
republicano de gobierno.
Es en este contexto que debe entenderse
la acción patriótica de Juárez, uno de los próceres más notables de Nuestra
América, quién manifestó al respecto:
“Espero que prefiráis todo género de infortunios y de desastres al
vilipendio y al oprobio de perder la independencia o de consentir que extraños
vengan a arrebatar vuestras instituciones y a intervenir en vuestro régimen
interior”
Esa defensa del ser nacional
fue una lección para todo el continente. Así lo entendió el egregio José Martí,
apóstol de la independencia de Cuba, quién dedicó algunas notables páginas de
elogio a Benito Juárez y a su lucha contra la injusticia y por la defensa de la
independencia nacional. Tras la muerte de Juárez y a sus lucha contra la
injusticia y por la defensa de la independencia nacional. Tras la muerte de
Juárez, ocurrida el 18 de julio de 1872, escribió Martí: “Fue
el indio egregio y soberano, un hombre de esos que está sentado perpetuamente a
los ojos de los hombres al lado de Bolívar”. Y agregó: “Fue el indio
Benito Juárez, que echó un imperio al mar, y supo desafiar la pobreza con
honor, y reconquistó y aseguró la independencia de su tierra!”.
Pero la vida de Juárez no se
redujo a comandar esa gran lucha, con todo lo que ésta tuvo de heroica. Fue en
todo momento y circunstancia un ejemplo de acerada voluntad de progreso, pues
este indígena zapoteca, que de niño fuera pastor de oveja, desafió todos los
obstáculos sociales y culturales para escalar las más altas cumbres del
pensamiento y convertirse en paladín de su patria amenazada y de toda la nación
latinoamericana. Por eso, este hijo del pueblo mexicano tenía plena conciencia
de los problemas sociales existentes y afirmaba: “Soy hijo del pueblo y
no lo olvidaré: sostendré sus derechos, cuidaré que se ilustre, se engrandezca,
se cree un porvenir y abandone la carrera del desorden, de los vicios, de la
miseria”.
y
es que había sentido por sí mismo, según dijo, “que los ricos y poderosos ni sienten, ni menos procuran remediar las
desgracias de los pobres”.
De ahí que muchos países del
área honraran su hazaña y loaran su figura, siendo probablemente el más notable
honor el título de “Benemérito de las
América”, que le otorgara el Congreso de la República Dominicana.
Aunque lideró una guerra para defender a
su nación, Juárez fue un estadista luminoso y un masón de alma pura, enamorado
de la paz y la convivencia fraternal entre los hombres. Y todas sus reflexiones
sobre el origen de los conflictos sociales y las guerras entre países, las
condensó en una frase que es todo un apotegma del derecho internacional: “Entre los individuos, como entre las
naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.
En fin, Juárez también se
ocupó de combatir la corrupción administrativa, sentando principios éticos que
normaran la acción de los empleados del Estado. Escribió al respecto:
“Los funcionarios
públicos no pueden disponer de las rentas sin responsabilidad. No pueden gobernar
a impulsos de una voluntad caprichosa, sino con sujeción a las leyes. No pueden
improvisar fortunas, ni entregarse al ocio y a la disipación, sino consagrarse asiduamente
al trabajo, disponiéndose a vivir en la honrada medianía que proporciona la
retribución que la ley les señala.”
Todo lo dicho explica que hoy,
cuando se celebran los doscientos años del nacimiento de Juárez, esta reunión,
celebrada en la I. Municipalidad
de Guayaquil, tenga un significado extraordinario, cual es el rescate de los
vínculos históricos de Guayaquil y el Ecuador con México, que comenzaran con la
acción de Vicente Rocafuerte como embajador mexicano en Londres, en los días de
la independencia, y continuaran con el respaldo de los liberales guayaquileños
a las luchas de Juárez y los patriotas mexicanos.
¡Loor a Benito Juárez, prócer mayor de
Nuestra América!
¡Y loor a Guayaquil, cuna de libertades
públicas!
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1 comentarios:
Magnífico artículo.
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