Y es que el olfato es el más fino de los sentidos que poseemos. Es 10.000 veces más intenso que el sentido del gusto. De hecho, hasta un 90 % de lo que percibimos como un sabor es en realidad un olor. En general, las mujeres tienen un sentido del olfato más fino que los hombres, y cerca del momento de la ovulación, se agudiza aún más.
En ocasiones asociamos olores con lugares o momentos especiales. Y creemos
que esos lugares o momentos especiales no son pura química, también, sino otra
cosa. Pero no es cierto. Algo tan abstracto como el olor a lluvia es
algo tan prosaico como el tufo a ozono que desprende el aire debido a las
descargas eléctricas de la tormenta: el fuerte aumento de temperatura que
produce un rayo afecta a la propia estructura química del aire, produciéndose
reacciones químicas que crean nuevos compuestos.
O bajemos a algo más terrenal, el sexo. Si acercamos nuestra
nariz a una vagina, hallaremos fragancias siempre distintas, según la mujer con
la que estemos. Y esos olores no siempre estarán asociados a su falta de
higiene (de hecho, el exceso de higiene es peor que la falta de higiene, pues
se destruye la imprescindible flora vaginal). Un mal olor vaginal, por ejemplo,
puede ser producido por lo que se llama vaginitis bacteriana, una
infección que produce compuestos como la trimetilamina, que curiosamente es la
misma sustancia que otorga su olor al pescado poco fresco. También
encontraremos putrescina, que es lo que hallaremos en la carne
putefracta, y cadaverina, que ya os imagináis de dónde procede el
nombre.
En lo tocante a la literatura, uno de los mayores argumentos románticos
para preferir el libro físico al libro digital es el olor que desprenden los
libros, una marca que los hace únicos, una especie de influjo que nos permite mejor
viajar al mundo de sus páginas, como una suerte de droga. Pero si lo analizamos
bajo la lente de un microscopio científico, ¿por qué los libros
huelen como huelen?
El olor de los libros antiguos es el resultado de cientos de compuestos
orgánicos volátiles (VOCs, por sus siglas en inglés) liberados desde el papel
al aire. El principal responsable de que una biblioteca huela como huela es la desintegración
de celulosa del papel de la que están confeccionados los libros. Desde mediados del
siglo XIX, cuando los fabricantes de papel empezaron a usar pasta en lugar
de algodón o lino, la mayoría del papel contiene un compuesto inestable que se
llama lignina (el polímero orgánico más abundante en el mundo vegetal, que desprende olor
a vainilla).
El problema es que este olor tan romántico también es el síntoma de que el
libro se está destruyendo.
Lorena Gibson, un químico de la Universidad de Strathclyde, en Escocia, es la
responsable de un proyecto denominado Patrimonio de olores, en el que se
identifican los problemas de salud de los libros en sus etapas iníciales
gracias al matiz en el olor que desprenden. Incluso están trabajando en un espectrómetro de masas
portátil, una especie de nariz
artificial que localiza las moléculas que causan el olor a humedad.
Las moléculas se mueven por un tubo de vuelo, y el movimiento a través del
tubo ayuda a identificar la masa de la molécula. Una vez que los investigadores
han identificado las moléculas que la decadencia de velocidad, pueden trabajar
para detenerlo. “Oliendo” los gases emitidos por 72 documentos antiguos
de los siglos XIX y XX con una nueva técnica llamada degradómica
material, un equipo de científicos británicos y eslovenos ha conseguido
identificar 15 moléculas volátiles que podrían ser buenos marcadores para
cuantificar a ciencia cierta el riesgo de que se degraden la celulosa, la
lignina, la fibra de madera y otros componentes de los libros.
De algún modo, pues, ese olor que tanto nos gusta de los libros es olor a
muerto, a muerte de libro, un síntoma que debería ponernos en guardia si
queremos conservar el libro en cuestión.
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