Se les compran libros infantiles, les leen
cuentos desde la cuna, tratan de inculcarles el amor por la literatura con toda
clase de tretas (en mi colegio incluso nos hacían ver la película La
historia interminable). Pero todas esas estrategias están
equivocadas… básicamente porque se fundan en una idea errónea de cómo funciona
la naturaleza humana.
¿Sabéis cuál es el truco más efectivo para que a vuestros hijos
les guste leer? Es simple: que a
vosotros os guste leer. No valen trampas: no basta con que
finjáis que os gusta leer o que intentéis cultivar el gusto por la lectura a
estas alturas (aunque eso también funciona a cierto nivel, por un motivo que os
explicaré más adelante).
Lo que mejor funciona es que os guste leer naturalmente.
Si luego vuestros hijos os ven leyendo o no… tampoco es relevante.
Así que la ciencia ha descubierto que la letra con sangre entra…
pero no exactamente con sangre, sino con genes.
A finales de 1990, el Departamento de Educación de Estados Unidos
efectuó uno de los estudios a mayor escala, el ECLS (Estudio Longitudinal de la Primera
Infancia), que pretendía
calcular el progreso académico de más de veinte mil niños desde la guardería
hasta el quinto curso. El estudio reunía toda clase de información
de un amplio espectro de niños: estructura familiar, etnia, posición
socioeconómica, nivel de educación de los padres y otros.
Las estadísticas extraídas del ECLS muestran
la siguiente correlación: un niño
con gran cantidad de libros en casa tiende a tener mejores calificaciones que
uno sin ellos. Hasta ahí todo parece lógico: el niño copia lo que ve en casa.
Pero
las correlaciones no son conclusiones, porque pueden existir variables que no
se han tenido en cuenta. Para que la correlación tenga mayor peso debe
manifestarse entre niños lo más parecidos entre sí en todos los rasgos, salvo
en el de acumular libros en casa y que sus padres tengan hábitos lectores.
Las estadísticas entonces nos dicen otra cosa bien distinta: tener libros cerca o visitar museos o bibliotecas no es una
causa de la inteligencia y de los hábitos lectores del niño sino un indicador.
Esto significa, por ejemplo, que si introducimos a un niño
cualquiera (un niño adoptado, por ejemplo) en un hogar donde florezca la
lectura y los libros, no hay
ninguna razón para pensar que ese niño se volverá adicto a la lectura salvo si
naturalmente tiene tendencia a ello.
La mayoría de padres que poseen muchos libros en casa y que se
preocupan de que sus hijos se aficionen a la lectura tienden a ser individuos
inteligentes, inquietos y aficionados a la lectura. Esos rasgos son en cierta
medida hereditarios. De modo
que sus hijos nacerán predispuestos para ello y el que los padres hagan el
esfuerzo extra de inculcar lo que ya potencialmente está inculcado en ellos no
será más que reiterativo.
Y como os decía antes, lo mismo pasaría si ahora emplearais
trucos del tipo llenar la casa de libros o fingir que os gusta leer frente a
vuestros hijos: unos padres que se tomen esas molestias por estimular la parte
intelectual de sus hijos probablemente también
tienen una dotación genética que les hace tener especial interés por aspectos
intelectuales: así que sus hijos también habrán heredado ese interés.
Frente a esta visión biológica de hábitos como el de la lectura,
descubrimos como infructuosas muchas iniciativas para promover la lectura en
los niños. Rod Blagojevich,
gobernador de Illinois, anunció un plan en 2004 para enviar por correo un libro
al mes a cada niño de Illinois desde que naciese hasta que entrase en el jardín
de infancia. Afortunadamente, el plan fue rechazado por la asamblea legislativa
de Illinois.
Bajo el mismo espíritu, se venden cintas de Mozart para bebés (o
para fetos), se anima a asistir a museos y exposiciones, se repite la idea del
impacto socializador de las guarderías o se cree que una familia disfuncional
origina hijos disfuncionales. El famoso estudio Colorado
Adoption Project, que estudió las vidas de 245 bebés en
adopción, no encontró apenas ninguna correlación entre los rasgos de la
personalidad de los niños y los de sus padres adoptivos, como si los niños
vivieran inmunes a la influencia paterna y ya estuvieran predestinados a
desempeñar un papel que
acaso modificaran en base a sus amigos y compañeros de clase.
(Para un análisis más profundo sobre este tema, recomiendo La
tabla rasa, del psicólogo cognitivo Steven Pinker, y El
mito de la educación, de Judith Rich Harris:
descubriréis que la forma en la que sois hoy en día es la suma de los genes de
vuestros padres y el comportamiento de los adolescentes contra los que
competíais para tener novia cuando erais adolescentes… pero la influencia de
vuestros padres en casa: nada de nada. Si los padres aportan unos mínimos de
cuidados y sustento ya es suficiente: esfuerzos mayores no tienen una
incidencia sustancial en los adolescentes: y los adolescentes olvidan de un
plumazo todo lo inculcado de niños que no lleven en sus genes o no refuercen
los adolescentes con los que se relacionan: por eso mi primo, gran lector de
novelas por mi influencia, de repente se convirtió en un heavy que no ha vuelto ni a mirar la tapa de
un libro).
Estos mitos culturales que sobrevolaran la contribución de los
padres en la personalidad de sus hijos nos deberían dar qué pensar sobre las
estrategias que seguimos para fomentar la lectura y los verdaderos efectos que
ellas causan en las nuevas generaciones.
Porque la letra no entra con sangre, sino con
genes y con nuestros competidores sexuales.
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